A menudo que ha impresionado la tristeza profunda que habita en las novelas de la posguerra española, una posguerra que, de forma unilateral y desde un punto de vista literario, extiendo mucho más allá de los años inmediatamente posteriores a la contienda, para abarcar a los autores y obras de los años cincuenta e, incluso, algún retorno posterior a la época de mano de autores maduros que la vivieron en primera persona.
Especialmente sobrecogedora me pareció en su momento, por ejemplo, la famosísima "Nada" de Carmen Laforet, pero esa misa tristeza profunda late en algunas de las obras de Carmen Martín Gaite o de Josefina Aldecoa, o Rafael Torres o tantos y tantos otros.
Se trata de un sentimiento de profunda tristeza más que de rebeldía o denuncia; se trata de una literatura que nace del interior, del sentimiento y la desolación y donde la denuncia viene dada por sí sola, por un testimonio personal que, sin necesidad de tocar el hecho bélico en si mismo, y sin adornos superfluos, denuncia la tragedia, la miseria y el absurdo.
Así lo expresaba Carmen Martín Gaite en un artículo publicado en 1990:
"... los protagonistas de las novelas y cuentos publicados al filo de los años cincuenta , además de un papel de testigos, dejan constancia de una cierta desazón y parecen estar buscando un espacio más amplio y satisfactorio para sus existencias, menos opresivo. En este sentido pueden ser tomados por incorfomistas. Pero no suele tratarse de una búsqueda arriesgada ni heróica de la libertad, sino más bien de una añoranza de ella..."
Es quizá esta una de las funciones más profundas y honradas de la literatura: el dar testimonio, el servir de testigo de hechos y épocas, el revelar contradicciones, el aflorar sentimientos ocultos. Y la mejor forma de hacerlo es como hicieron nuestros autores de posguerra, sin beligerancia, sin tomar partido, mediante la simple exposición de hechos que hablan por sí mismos.
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