
Me centré en la lectura de ficción, en la literatura por excelencia, apartando ensayos y lecturas profesionales, y me hice unas rápidas hipótesis. Lo que ese análisis fugaz me indica es que, suponiendo un ritmo de lectura similar al que he mantenido en los cinco últimos años, y con una estimación de esperanza de vida algo conservadora, el número de libros que me queda por leer se recoge en una cifra muy redonda: mil, mil libros.
Hace unos minutos he hecho un recuento rápido y aproximado de los libros de ficción leídos hasta la fecha. Y la cifra es también bastante redonda: aproximadamente quinientos.
Comparando ambas cifras, puedo pensar que me queda muchísimo por leer y descubrir, que apenas he leído una tercera parte de mis lecturas potenciales. Y esto no deja de ser una perspectiva agradable.
Sin embargo, cuando pienso en lo que son mil libros, comparados con toda la riqueza de la literatura universal; cuando pienso en cuántos autores aún no he leído, cuántas obras maestras no han pasado aún por mis manos; cuando imagino cuantos nuevos escritores y cuántas nuevas joyas literarias pueden sumarse a esta larga lista de libros que sería interesante leer ... debo forzosamente concluir que mil libros son muy pocos, que apenas me dará tiempo a disfrutar de un mínimo conjunto de lo que las letras nos ofrecen, que siempre será mucho más lo pendiente que lo leído.
Y esto constituye un acicate para ser selectivo en el proceso de decidir libros y lecturas, en escoger escritores y obras. Y también un aldabonazo, una llamada a prestar atención y dar valor a cada lectura que efectúe por lo que de escaso y precioso tiene ese acto de leer.
Probablemente, dentro de un rato continúe con la novela que tengo entre manos. Y le prestaré atención, mucha atención, porque cuando acabe con ella, sólo me quedarán, aproximadamente, novecientos noventa y nueve libros por leer.